lunes, 10 de marzo de 2008

El Tono y La Palabra

Me asombro, es asombroso. Tantos siglos, tantos esfuerzos para elaborar un sistema eficaz de comunicación, tanta tecnología incorporada en los últimos años y la tecnología nos tira abajo el sombrajo entero.

La palabra, ese arma ideada tal vez como un bien imprescindible, presentada como el mayor logro de la inteligencia, esa simple acumulación de letras que alcanzan un significado, es un arma letal utilizada por medio de la tecnología.

¿De que estoy hablando?, os preguntareis, de la entonación, de esa expresión corporal que combinada con el tono de voz permite cambiar el significado de las palabras, de ese complemento de la comunicación que permite al otro encontrar el significado real que tu pretendes. Veamos un ejemplo, un poco basto pero ilustrativo, la frase “que cabrón”.

1- Dicho en un bar cuando acabas de contarle a tu prójimo que te has ligado una chavala admirada por la parroquia en general. Entre la envidia y la complicidad.
2- A través de la ventanilla de un coche con los típicos cuernos por delante. Claro ánimus insultando
3- Cuando ves a alguien consiguiendo una hazaña de cualquier tipo. Admiración
4- Recibido en un e-mail. Depende del contexto y, sobre todo del ánimo del receptor.

¿Es, pues, un defecto del instrumento tecnológico?. No, basta con que llevemos la vista un poco atrás en el tiempo y veremos que en el tiempo en que las cartas eran una forma común de comunicación sucedía exactamente lo mismo. Cuantos mal entendidos, cuantas esperas que ya de por si significaban un agravio, cuantas conferencias apresuradas para deshacer los entuertos.

Así que solo nos dejan dos posibles culpables, las palabras o los que las leen. Las palabras de por si no pueden ser culpables de nada, pueden ser usadas con más o menos intención, con más o menos habilidad, con más o menos inocencia, que como todo el mundo sabe es una clara forma de perversión. Las palabras, sin entonación, no expresan otra cosa que lo que textualmente dicen, lo que es obvio pero se olvida con frecuencia

Dicho lo cual solo queda un culpable posible, el que lee, el que pone la intención a las palabras. No es que el que las escribe sea totalmente inocente, no, pero el que las lee no tiene por que cargarlas con la peor de las intenciones posibles, o con una cierta aviesa interpretación que repasada no se sostiene.

Deberíamos de adquirir un compromiso para usar el e-mail con cierta tranquilidad, el compromiso de no poner ninguna intención no contrastable a las palabras de los demás, en ningún caso, terminantemente y sin excepciones en el caso del lector, y en el caso del escritor despojarnos de inocencias lacerantes, sinceridades dolosas y otras trampas que el lenguaje tiende.

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